En lejano lugar, apartado de la civilización por pedregosas montañas, por salvajes bosques de verde frondosidad y por inquietos y juguetones ríos azules de verdes centelleos vivía una mujer. Era conocida en toda la comarca con el nombre de la eremita hereje. Había quien pensaba que era una bruja que había huído a su recóndito escondrijo de las garras inquisitoriales y que desde las alturas de la montaña seguía haciendo sortilegios contra sus enemigxs. Otrxs aseguraban que era un demonio que por los siglos había vivido allí, que había nacido en las profundidades de las raíces de una secuoya muerta y la había amamantado una loba y que quién se acercaba a sus dominios perdía todo su uso de razón pues el bosque había sido encantado.
Otrxs, lxs pocxs, no creían nada de ésto, considerándolo una vulgar superstición popular. Solían ser gentes que venían de lejos buscando la sabiduría y la tranquilidad que de ella emanaba según cantaban ciertxs juglares que juraban haberla visto y vendían amuletos que ella misma había bendecido.